Este versículo resalta una decisión significativa tomada por el rey Jeroboam, el primer rey del reino del norte de Israel tras la división de la monarquía unida. Para establecer su autoridad y evitar que su pueblo regresara a Jerusalén a adorar, Jeroboam erigió dos becerros de oro como centros alternativos de culto. Al colocar uno en Betel, una ciudad cercana a la frontera sur de su reino, y el otro en Dan, en el extremo norte, facilitó que sus súbditos adoraran sin cruzar al reino del sur de Judá.
Si bien esta medida fue políticamente astuta, resultó espiritualmente desastrosa. Los becerros de oro se convirtieron en objetos de idolatría, alejando a los israelitas de la adoración a Yahvé, el Dios de Israel. Este acto de erigir ídolos fue una violación directa de los mandamientos y tuvo profundas implicaciones para la vida espiritual de la nación. Marcó el inicio de un patrón de idolatría que acosaría al reino del norte hasta su eventual caída. La decisión de Jeroboam refleja la tensión entre la conveniencia política y la fidelidad espiritual, un tema que resuena a lo largo de la narrativa bíblica.