En el Antiguo Testamento, Moisés actuó como mediador entre Dios y los israelitas, transmitiendo las leyes y mandamientos divinos. Para solemnizar el pacto, Moisés realizó un ritual que incluía la aspersión de sangre, una práctica común que significaba purificación y dedicación. Los elementos utilizados—sangre, agua, lana roja e hisopo—tenían significados simbólicos. La sangre representaba la vida y la expiación por el pecado, mientras que el agua simbolizaba la limpieza. La lana roja y el hisopo se empleaban en ritos de purificación. Este acto subrayaba la gravedad del pacto y la necesidad de santidad entre el pueblo.
El ritual también apuntaba hacia el Nuevo Pacto establecido a través de Jesucristo. Así como la sangre de los becerros se utilizó para santificar el antiguo pacto, la sangre de Cristo santifica el nuevo. Este pasaje recuerda a los cristianos la importancia del sacrificio de Jesús y la limpieza que proporciona, animando a los creyentes a vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. Resalta la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, demostrando cómo las prácticas antiguas anticipaban la venida de Cristo y Su obra redentora.