En la antigua tradición judía, el Día de la Expiación era un evento solemne y significativo. Solo el sumo sacerdote tenía permitido entrar en el Lugar Santísimo, un área sagrada dentro del templo, y esto ocurría solo una vez al año. Esta exclusividad subrayaba la santidad de Dios y la gravedad de acercarse a Él. El sumo sacerdote llevaba la sangre de un animal sacrificado, que ofrecía por sus propios pecados y por los pecados involuntarios del pueblo. Este acto era un profundo recordatorio de la necesidad de expiación de la humanidad y la seriedad del pecado. Enfatizaba la idea de que el pecado crea una barrera entre Dios y las personas, lo que requiere un mediador. El ritual anticipaba la venida de Jesucristo, quien, como el sumo sacerdote definitivo, se ofreció a sí mismo como un sacrificio perfecto. A diferencia de los sacrificios anuales, la ofrenda de Jesús fue una vez y para siempre, proporcionando redención eterna y abriendo un nuevo camino para que los creyentes se acerquen a Dios con confianza. Este pasaje invita a reflexionar sobre los temas de sacrificio, perdón y el poder transformador de la obra expiatoria de Cristo.
Pero en el segundo, solo el sumo sacerdote, una vez al año, no sin sangre, la cual ofrece por sí mismo y por los pecados del pueblo.
Hebreos 9:7
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