En esta parte de su carta, Pablo aborda el concepto de quién pertenece realmente al pueblo elegido de Dios. Explica que no todos los que descienden de Abraham son considerados sus verdaderos hijos en un sentido espiritual. Esta distinción se aclara a través de la promesa que Dios hizo a Abraham, la cual se cumplió a través de Isaac, no a través de todos los descendientes de Abraham. Al referirse a Isaac, Pablo subraya que las promesas y propósitos de Dios se cumplen a través de actos específicos de elección divina y fe, en lugar de a través de un mero linaje físico.
Esta enseñanza es significativa para los cristianos, ya que desplaza el enfoque de la herencia étnica o biológica hacia la promesa espiritual y la fe en la palabra de Dios. Invita a los creyentes a entender que ser parte de la familia de Dios implica abrazar la fe y las promesas que Dios ha extendido a la humanidad. Este entendimiento fomenta una reflexión más profunda sobre el propio camino de fe y la relación con Dios, en lugar de depender únicamente de la ascendencia o la tradición. Sirve como un recordatorio de que los planes de Dios se cumplen a través de la fe y la promesa divina, animando a los creyentes a confiar en el propósito de Dios para sus vidas.