Las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés se habían asentado al este del río Jordán, separadas de las otras tribus de Israel. Preocupados por la posibilidad de que las futuras generaciones fueran excluidas de la comunidad de Israel, construyeron un altar no para sacrificios, sino como un símbolo de su fe compartida y compromiso con Dios. Este altar estaba destinado a ser un testimonio para sus descendientes y para las otras tribus de que también adoran al Señor y tienen un lugar legítimo entre Su pueblo.
Este pasaje subraya la importancia de la unidad y la continuidad en la fe, asegurando que las separaciones geográficas no conduzcan a divisiones espirituales. Resalta la necesidad de recordatorios tangibles de la fe que puedan ser transmitidos a través de las generaciones, reforzando la idea de que todas las tribus, independientemente de su ubicación, son parte de la comunidad del pacto. Este acto de construir un altar como testimonio sirve para prevenir malentendidos y conflictos, promoviendo la paz y la unidad entre el pueblo de Israel.